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Apuntes de clase

Suplemento de La Marea sobre laboral, cultura y análisis político para la clase trabajadora coordinado por Antonio Maestre

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Todo va bien, ayer y ahora

Quiero hacer una película, dice una voz masculina fuera de cuadro, plano fundido en negro. Para eso hace falta dinero, replica una fémina. Un cheque ocupa todo la pantalla, se firma, para el director, se arranca del talonario con el característico sonido del papel perforado que se desgaja. Para la escenografía, se arranca. Para el […]

28 mayo, 2018

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Fotograma de 'Todo va bien', de Jean-Luc Godart.
Fotograma de 'Todo va bien', de Jean-Luc Godart.

Daniel Bernabé

Quiero hacer una película, dice una voz masculina fuera de cuadro, plano fundido en negro. Para eso hace falta dinero, replica una fémina. Un cheque ocupa todo la pantalla, se firma, para el director, se arranca del talonario con el característico sonido del papel perforado que se desgaja. Para la escenografía, se arranca. Para el sonido, se arranca. Para el guionista, se arranca. Así durante un minuto y medio, en una escena con la cualidad hipnótica que tiene la repetición. Si tenemos actores conocidos nos darán dinero, dice el hombre, pero para eso necesitarás una historia de amor, responde la mujer, qué le dirás a Yves Montand y Jane Fonda.

Es el inicio de Todo va bien (1972), una película de Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin sobre cómo, un quinquenio después de Mayo del 68, las esperanzas revolucionarias comienzan a desvanecerse, pero sobre todo cómo la sociedad camina irremisiblemente hacia una especie de anemia emocional, una suerte de ensimismamiento publicitario. El escenario elegido para situar la mayoría de la acción es una empresa en huelga, más allá ocupada por sus trabajadores, que retienen a la dirección de la fábrica para poder alcanzar un acuerdo. Hoy el acto sería calificado de terrorismo, pero en aquel entonces, aún oliendo la derrota, era una medida de presión habitual.

Contar lo que sucede debería ser sencillo, pero en un contexto como el nuestro, ya incluso en el que nos plantea la película, se vuelve una actividad de difícil encaje con la supervivencia. Podemos discutir sobre la objetividad, las formas, el fondo del discurso de quien narra. Su conveniencia, sus miedos, sus aspiraciones. La adecuación estilística e ideológica respecto a los gustos impuestos por el sentido común. Pero al final todo se reduce a una palabra: dinero, como en el comienzo de la cinta de Godard. De nada vale que algo ocurra y que alguien esté dispuesto a contarlo si, por ejemplo, esta revista y este suplemento no existieran. De nada valen los intentos de profesionalización, de seguir unas reglas estrictas de apego a la honradez periodística, si no hay forma de pasar del estado de economía de guerra personal. Se diría, siendo eufemísticos, que existe una relación inversamente proporcional entre contar lo que sucede y los emolumentos que se reciben por ello. Trabajar para el silencio y la normalidad siempre es una tarea lucrativa.

Y, ¿qué es lo que sucede? En el caso de la película, Jacques y Suzanne, los personajes interpretados por las estrellas Montand y Fonda, son un matrimonio en crisis compuesto por un director de cine y una corresponsal de una emisora de radio norteamericana, ambos frustrados por sus trabajos: nada de lo que hacen, de lo que cuentan, tiene que ver con lo que pasa, sino con lo que los que tienen el dinero quieren que parezca que pasa. Todavía el cinismo, eso que una década después se conocería como exitosa carrera profesional, no tiene cabida en sus valores. Jacques y Suzanne son esa clase media comunicativa que aún no reconoce su existencia, que permanece ideológicamente al lado de los trabajadores, en una mezcla de ideología, aventura y fascinación que se va volviendo hastío y desesperanza por los cambios que no llegan.

¿Quién cuenta? ¿Qué es lo que se cuenta? Hace unos días, camino de la presentación de mi libro, tuve que ascender la calle Atocha, en Madrid, para dirigirme al lugar donde había quedado con mi editor. Antes había hecho una entrevista en la que había hablado sobre mi ensayo y, en general, de los cambios que en la sociedad impiden desarrollar un discurso ajeno al poder: algoritmos, redes, productos enlazados, dependencia de los buscadores, privacidad, venta de datos, control de nuestras tendencias… Al levantar la cabeza vi a los bomberos, a la ambulancia, los pies de un hombre que sobresalían de la camilla. Un accidente laboral. Otro.

Un obrero, leí más tarde en las escasas notas que recogieron el suceso -no crónicas, no investigaciones, notas, con la asepsia de agencia oficial-, se había precipitado unos cinco metros dentro de un forjado. Cinco metros, portal 39 de tal calle, 29 años. Números que no nos explicaban si ese hombre tenía hijos, si había visto la noche anterior una comedia que le hizo reír, si camino a su trabajo escuchó música, si el día anterior había colgado una foto de sus últimas vacaciones. Hombre, víctima, cifra de una estadística que al finalizar el año tendrá un espacio de cinco minutos en una tertulia. Quedó herido grave. Uno de sus compañeros, aún con el mono manchado de polvo, con el casco de plástico sobre la cabeza, miraba hacia el lateral de la ambulancia como ido. Otro hablaba por un móvil, dando algunos datos, pude oír al pasar por su lado. De qué valen las palabras en ese momento, de qué vale que los que construimos con palabras no estuviéramos ahí.

Jacques y Suzanne van a hacer una entrevista al gerente de una compañía de embutidos, que les anticipa, desde su sillón y con la confianza de quien se sabe a salvo, todos los tópicos que unos años más tarde ya serán de uso común: lo desfasado de la lucha de clases, la eficiencia como motor económico y el consumo como satisfacción social. Estalla la huelga como una tormenta de verano. El cineasta y la periodista también quedan retenidos en el interior de la empresa. Y a partir de entonces, los espectadores vemos la acción como en una casa de muñecas, con la pared que hace de pantalla seccionada. No hay un argumento propiamente dicho, con efectismo sentimental y giros sorprendentes de la trama, tan sólo distanciamiento brechtiano y escenografía premeditadamente teatral. La única forma de que atendamos a lo que realmente pasa, parece decirnos el director, es que sepamos que se trata de una representación. Hecho sobre empatía, frialdad sobre espectáculo.

Unos días más tarde un edificio en rehabilitación, que es el giro que se utiliza para darle casi un matiz médico a la especulación de inmuebles convencionales en viviendas de lujo, se derrumba. Atrapa a un obrero y un familiar del encargado que se había pasado casualmente a ver la evolución de la obra. En el momento en que estas líneas se escriben, los bomberos, setenta efectivos, trabajan en el desescombro, jugándose su propia integridad. Veo la noticia en un informativo y está montada de acuerdo a las convenciones televisivas actuales: se informa de lo sucedido, con gran dramatismo y sin escatimar en cifras y adjetivos. Todo es poco para resaltar lo dramático del suceso. A la vez, se deja carente de contexto al hecho. Dios, el destino, una mala jugada. Sabemos lo que pasa pero a la vez en el proceso informativo dejamos de entender lo ocurrido. La fingida empatía es camuflaje, ni Brecht ni Godard tienen cabida en el montaje de noticias.

La huelga, en la película, se desarrolla como una escenificación de todas las contradicciones de la época: los sindicatos reformistas que creen que se ha llegado demasiado lejos, los grupos ultraizquierdistas que alientan a los obreros a base de consigna, pero careciendo por completo de un interés real en influir en el problema inmediato que ha desencadenado el conflicto. En una escena -unos la encontrarán divertida, otros cruel- el gerente quiere ir a mear, pero, cuando llega al baño, los obreros se lo impiden porque ha consumido el tiempo en llegar al servicio del que ellos disponen normalmente para tal necesidad. Y luego, más que el desánimo, el aburrimiento. Es mentira eso de bailar en la revolución, tan sólo una forma de evitar pensar en los detalles más cotidianos de la vida que tiene que seguir desarrollándose en el supuesto nuevo periodo.

Huelga en Amazon, huelga en H&M, huelga en Vueling, huelga en los autobuses, huelga en los juzgados. Las noticias apenas tienen trascendencia. Alguien comenta que los medios las silencian. No es cierto. Hay cumplida información de todos los conflictos en las principales cabeceras del país, impresas y digitales. Esta vez el problema es de interés por parte del público, incluso de aquel que en las redes se dice interesado en política, de izquierdas, con afán activista. El conflicto laboral parece despertar una nula pasión en gente que es capaz de tirarse una semana discutiendo a unos niveles de conflicto armado por la última guerra cultural. Se diría que cualquier cosa que rebase las fronteras de nuestra identidad -construida, seccionada, aislada- es ya poco más que un epígrafe que consideramos prescindible, casi vulgar. Lo laboral va a acabar siendo susceptible de englobarse en las políticas de representación. Se diría que de tan específicos que nos creemos, ya no servimos ni para gritar juntos.

No les adelanto el final de la película, sí que no les resultará agradable -espero, si no no sé qué hacen leyendo esto-. Más o menos ya lo conocen, de todas formas: porras y uniformes. También aparece una especie de líder de izquierdas vendiendo su último libro en el supermercado: “¡Cambie de rumbo con el Partido Comunista Francés! Ahora 4,75 francos en vez de 5,50. Es difícil no sentir una especie de reconocimiento culpable en la parodia, se lo admito.

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Archivado en: Opinión, Sin categoría Etiquetado como: Daniel Bernabé, Godard, Todo va bien, Tout va bien, Trabajo

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