Una de las situaciones comunes y concretas que cualquier miembro de la clase trabajadora conoce en su día a día para acceder a derechos esenciales o cubrir necesidades cotidianas es la espera. La eterna y tediosa espera. Ya sea en una lista interminable para entrar en un quirófano, en una cola para coger número en el paro o en un andén aguardando la llegada del tren que te lleva al trabajo. Esperas que no son un fenómeno natural, sino una herramienta del sistema para doblegar a los más humildes y que llevan asociado un enorme coste personal y emocional en todo aquel que las sufre paciente, resignado e inerme.
Javier Auyero, autor del libro «Los pacientes del Estado», asegura que las esperas son un método del sistema para dominar a la gente sencilla. El tiempo es utilizado como un método de dominación y de subyugación porque inculca en el paciente su lugar en la sociedad. Cansa, desanima y modela al esperante. Pero no es un tiempo perdido para el dominador, ya que adoctrina y desalienta. Según Bourdieu, «hacer que la gente espere…retrasar sin destruir la esperanza…aplazar sin decepcionar totalmente…es parte integral del funcionamiento de la subordinación».
Uno de esos no lugares de encuentro de la clase trabajadora es el Cercanías, los Rodalíes y las paradas de los autobuses de las zonas rurales. Espacios de reflexión y de desesperación. Los momentos de espera en el transporte público ocupan mucho del tiempo no productivo de las personas trabajadoras, un tiempo que en ocasiones sí es destructivo porque anestesia la esperanza. Un espacio que alimenta la incertidumbre y acompasa el pensamiento ilusorio.
En las burbujas privilegiadas, el mal funcionamiento de las infraestructuras del tren de cercanías es asimilado como un bien productivo que les es ajeno en su cotidianeidad. No es necesario perder mucho tiempo en solucionar un problema que solo ocupa y preocupa a los de los estratos más desfavorecidos. Tampoco es tan grave si tienen que esperar 20 minutos más. No es tanto en comparación con la inversión necesaria para reducir el tiempo de espera de las clases populares. Porque hay que vivirlo. Es el día a día de la incertidumbre de saber si llegarán a tiempo a su trabajo, de perder horas de sueño para fichar puntuales, de la angustia y el hastío que suponen mirar el reloj con la preocupación de quien depende de otros para cumplir con el deber diario.
El tren de Cercanías forma parte de la vida de la clase trabajadora de las periferias. Un cordón umbilical que acerca la excentricidad de las ciudades a los lugares productivos. Una arteria que sirve como recreación física de las esperanzas de ascenso social de los ciudadanos de las barrios suburbiales. El Cercanías representa en las gentes trabajadoras el vehículo que les lleva a la sala de espera del ascensor social, el camino a una entrevista de trabajo, a la universidad, a su empleo precario. Todo se articula a través de las entrañas de un vagón.
Y ya no hay libros. El paisaje humano ha cambiado y ahora se dibuja iluminando las caras de sueño con las pantallas de los móviles. La mayoría mira al suelo escrutando el calzado de sus compañeros de rutina o lee en su smartphone. Algunas de esas miradas se pierden en el horizonte tras las ventanas dibujando en el modesto skyline de las ciudades obreras las preocupaciones diarias. La historia de los barrios se escribe a través de los grafitis de los muros que parten las ciudades al paso del tren. Una galería de arte humilde que los acompaña en su trayecto matutino. Un arte accesible solo para los suyos, que se muestra a los de su clase y que solo podrán disfrutar los que previamente han pagado el abono transporte.
El tren viene lleno. Muy lleno. Abarrotado. Para. Abres las puertas. Entra más gente de la que aparentamente parecería posible antes de que llegara al andén. Los viajeros que se quedan fuera luchan por hacerse hueco y huir de una nueva espera. Tirones y empujones para no perder un sitio que no tienen. El espacio vital pasa a ser un privilegio que tampoco pueden permitirse. Se socializan los virus, se contagian las toses. En la vorágine de la parada y la marcha recuerdo un programa de televisión de la clase que más dice esforzarse para lograr su posición. Era una especie de reality sobre la familia Campos (María Teresa, Terelu y resto de progenie) en la que mostraban todo tipo de fobias: a las aglomeraciones, a los virus, a los espacios cerrados y compartidos, a todo lo que sea ocupar espacio con otra gente que no sea de los suyos. Los acostumbrados a viajar en Cercanías no pueden permitirte esas licencias y si les llegan, les toca vencerlas.
Observas la boina de contaminación. Vas directa a ella. Una sensación distópica te embriaga al saber que vas a respirar una boina de gases tóxicos que tú no creas en tu día a día, consciente de que serás al primero que responsabilicen si un día, solo uno, decides ir en coche al centro a pasar una tarde de ocio, de ese del que en la periferia no siempre puedes disfrutar. Llegas al destino. Intentas cumplir con los preceptos del elogio de la lentitud, de la buena vida. Tomarte con calma el trayecto que cada mañana tienes que hacer de forma rutinaria. Caminas prestando atención a cada paso para no correr demasiado y bajar los niveles de ansiedad que te provoca un espacio tan estresante. Procuras subir por la derecha en las escaleras mecánicas mientras te concentras en la respiración. Da igual, los chirridos de las tarjetas al activar los tornos te meten prisa y te sacan de ese vano intento por calmarte. Corre, te hemos hecho esperar, pero ahora ya sí depende ti llegar a tiempo. Hasta el entorno trabaja para culparte y responsabilizarte de las consecuencias de esa espera involuntaria. Diaria. Que desespera y adormece.
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Perder la vida en una espera – Apuntes de clase